Seis de la mañana en Doha. 28 grados. Pasaron 64 partidos y ahí estaba Argentina para hacer historia. El borroso sol del desierto de asomaba tímidamente con color naranja fuego presagiando lo que podía pasar. Era el mismo sol que veía durante las mañanas en las que la Selección disputaba algún partido. No había nadie en la calle. Salí a caminar luego de dar vueltas durante toda la noche en la cama. No me había dado cuenta y llevé conmigo la entrada de la final. Algo que si estaba en nuestro país era una locura, ya que ese tesoro la tenía que tener guardado bajo siete llaves. Tenía una sensación que nunca había sentido.
Quizás la misma que sintieron nuestro padres y abuelos cuando en el 78 y el 86, Argentina se estaba por enfrentar ante Holanda y Alemania, respectivamente. Era algo diferente a la final del 2014. No sé por qué. Quizás la confianza en el equipo y el saber que iba a estar en el Estadio de Lusail era totalmente diferente a cualquier sentimiento. Sentía que se podía dar. Que el camino recorrido era más que justo que la Selección Argentina se merecía ser campeón del mundo.
Luego de varias cuadras, ya con el sol pegándome en la frente, me crucé con el primer hincha que estaba en la misma situación que yo. Hablamos un rato. Teníamos casi la misma edad. Y ahí me empecé a dar cuenta lo que estaba pasando. Claro, estábamos por experimentar un sentimiento que nunca antes habíamos sentido. Los que nacieron en los 80, los recuerdos de México 86 son un poco borrosos y muy de pibes, imaginen como en mi caso que nací en el 87, nunca antes me sentí así.
Ver los videos y repeticiones hasta el hartazgo del gol de Diego a los ingleses y la corajeada de Mario Kempes en la cancha de River nos hacían saber, pero NO sentir cómo era ser campeón del mundo. Los sentimientos no son transferibles. Es decir, vos te podés dar una idea que no vas a vivir lo mismo que esa persona que estuvo en ese momento ya sea en el lugar o escuchando por radio o mirando por TV.

Para los treintañeros y hasta los que tienen 40, eso no lo habíamos sentido nunca. Y ahí estábamos, a punto de vivir el mejor sentimiento de nuestras vidas. Luego de hablar y sacarnos un poco la intranquilidad, volví a mi lugar en Doha para ir al Estadio. Todo lo que vino después es pura felicidad. Las jugadas de Messi, la atajada del Dibu, el formidable primer tiempo de la Selección (los mejores 45 minutos que vi), la corrida de Angelito Di Maria, la defensa férrea, el partidazo de Mbappé, la tranquilidad de los volantes y la entrega incansable de Julián Álvarez. Lusail fue nuestra casa, nuestro lugar en el mundo que nos cobijó y donde salimos campeones. Como el Monumental y el Azteca, pero donde se vivieron momentos de angustia (penales) y felicidad (todos los goles más importantes). El 18 de diciembre quedará por siempre en nuestra memoria. Fue el día que se cerró la grieta, donde no importaron la religión y las diferencias. Fue el día que nos abrazamos entre todos y lloramos por la misma razón, la de ser campeones del Mundo.
